La montaña se mueve, arrastrandome, mientras esquivo o choco con piernas y piernas. Sigo su paso hasta que se para. Una voz como de origen divíno me dice: "Vamos a ver al bombero torero. Guarda esto."
Caida del cielo, aparece una mano gigantesca, como de Monty Phyton. En la palma me ofrece una entrada. Tengo que soltarme para cojerla. Es como un cheque de concurso televisivo. Leo con dificultad en su dorso: "Corrida monstruo".
Al levantar la cabeza del enorme papel, me doy cuenta de que estoy solo. La calle ha quedado completamente vacía. Como si los hubieran mandado a todos a Marte chiscando los dedos. No se ve ni un alma. Dando vueltas sobre mi mismo busco a mi padre. Nada. Llevo la entrada debajo del brazo izquierdo. Es como una puerta. Empiezo a correr con dificultad gritando: "papa, papa". Me entra el miedo. Sigo corriendo, rodeando un edificio redondo que parece interminable. Oigo mis pisadas estallar en el silencio. No paro de correr. Ni un alma. De repente un camión. De culo. Descargando algo. La puerta de atrás abierta. El suelo lleno de paja y mierda. Sol y moscas. Me acerco con sigilo. Manos sudadas. Me resbala la entrada y la agarro a ella como antes a mi padre. "Guarda esto". No la puedo perder. La aprieto contra mis costillas. Parece de poliexpan. Cruje. El metal del suelo del remolque retumba. Algo camina desde su interior.
"¿Qué haces aquí?". Un torero de plata surge desde la oscuridad. Va vestido de luces, con montera y todo. Debajo de sus brazos, como dos cochinillos, lleva dos toritos enanos.
"¿Es que se te ha comido la lengua el gato? ¿tas perdío?". Yo me quedo petrificado. Mirandolo. Sin poder decir palabra. A punto de llorar. "Cago 'n la puta, no tengo tiempo pa' esto. Que tengo que llevar los toros pa' que se luzcan las figuras con to' su arte y salero". Se queda él también en silencio. Al final lo rompe: "Sigueme".
A mis espaldas aparece una puerta en la que no me había fijado. O que no existía. El torero la empuja con el hombro. Los toritos berrean. Alargo la mano y a uno lo cojo del rabo. Él se da la vuelta y me mira cabreao. "Ten cuidao, que estos toros te puen matá". Sigue andando, yo detrás como su sombra. Mis dedos apestan a vino de Jerez mientras me adentro por la plaza.
"Acho, encargate de encontrar al padre del niño". Le grita a un viejo que se acaba acercando y me quita la entrada. Esta, ahora parece una nota de galleta de la suerte china. El viejo me indica unas escaleras. No emite ni un sonido. Subo por los escalones hacía la luz. Salgo por el vomitorio. Allí está mi padre. Me inunda una ola de tranquilidad.
Hago como que no ha pasado nada y me siento a su lado. Nos rodean robots muy primitivos agitando pañuelos. Antes de poder mirar el ruedo, me manda a por tabaco...
Es extraño. porque ahora me siento seguro. Como sí siempre me hubiera movido por esa plaza. Como si fueran los pasillos de mi escuela, mi patio del colegio... Salgo de la luz para entrar en las sombras. Estoy en las entrañas del edificio.
Parece que todo está lleno de caballos. Decenas de caballos. Voy apartando sus remos como árbolitos recién plantados, pero parecen infinitos. La desesperación vuelve a presentarse y caigo al suelo. Desde allí observo una puerta, me arrastro, salgo de la jungla de patas.
Cierro la puerta tras de mí. Tomo aire. Intento adaptar mis ojos para poder ver algo en la oscuridad. Agudizo los oidos para captar algún sonido. Nada. Sólo un aire vivo, animal, llega desde el eterno negro que tengo enfrente. Un aire que se va haciendo cada vez más presente hasta que lo siento mover mi pelo. Entonces reparo en los dos botones negros cosidos a esa inmensa cabeza. Paralizado yo, su hocico se acerca y me huele indeferente el pecho. Lo deja humedo, caliente. Desde abajo me parece el animal más inmenso que he visto en mi vida. Todo encima mio es toro. Sus manos son como pilares, su pecho un frontón, su cabeza una cúpula y sus cuernos como dos campanarios. Se apodera de mí un sentido místico. Como ante un Dios. Me pongo de rodillas y rezo.
En mitad de la plegaria, mi totem comienza a retroceder. Ahora puedo apreciar mejor su enorme silueta. De repente una luz se desparrama desde el techo. Justo encima del toro algo se mueve. Me pongo en pie. De frente. Ahora soy más alto que él. Una figura blanquecina. Un esqueleto. ¿La muerte?
Se agarra a los cuernos, rie, me señala. Yo ahora tengo la espada en la derecha, y la muleta en la izquierda. Cuanto más erguido, más se rie la calavera. Alarga el brazo y señala algo detrás mio. Se que me está indicando un camino. Sigo un túnel que me lleva de vuelta a la claridad. A la calle. A la puerta de un comercio...En el letrero pone: "Tabacos Adolfo Martín". Una vez atravesada la puerta, doy al típico estanco: pequeño y recargado. Dentro están 3 toreros vestidos de verde botella y oro: El Fundi, Lopez Chaves y Rafaelillo. Detras del mostrador, un viejo y enorme toro cárdeno a dos patas fumandose un puro.
Los tres charlan animadamente entre ellos sin prestarme la menor atención. Me acerco al dependiente. Me mira de frente y me suelta el humo. "¿Qué quieres?". "Un cartón de Ducados". Respondo. "Espera un segundo, voy a buscarlo".
El toro se mete en la parte de atrás de la tienda. Me quedo observando a los tres matadores. Hablan entre sí con voz baja. Confidencias. No entiendo ni una palabra. "Aquí tienes" resuena en mi cogote. Rebusco en los bolsillos y empiezo a soltar calderilla que cae estrepitosamente sobre el cristal...
"¿Qué hacen estos tres aquí?", pregunto mientras señalo al trio tras de mí. "A estos, los empresarios, los suelen mandar a por tabaco". "Es un barrio peligroso, pocos se atreven a venir... Encima, lo que ofrecemos, es un producto fuerte y autentico. No todo el mundo está preparado. Ahora prefieren cosas más light".
Por fuera, se ve pasar a otro torero, vestido de purisima y oro. "Mira ese. Ese compra mucho tabaco también. Pero de mala calidad. Es muy flojo. Por aquí no se le ve. En este estanco sólo aparecen los verdaderos fumadores". La frase la pronuncia sentenciando, y la acaba expulsando el humo entre los dientes. Envuelve el cartón con papel de estraza y me lo ofrece. Lo cojo. Salgo de allí saludando a los tres maestros. Ni me miran. Siguen a lo suyo.
Empujo la puerta y salgo al exterior. Una luz me ciega, obligandome a taparme los ojos con la mano. Delante tengo un paso de peatones. El semaforo empieza a pitar. Cruzo la carretera. Al otro lado me espera mi viejo. Ahora de mi altura. Le ofrezco el cartón. Lo agarra y se lo guarda. Su brazo pasa por encima de mi hombro. Al oido me dice: "Vamonos a Casa Lucio".
3 comentarios:
Simplemente ¡Genial!
Así es amigo Toni....FANTÁSTICO...habrá que pasar por ese ESTANCO, para, a los postres, hacer volutas "grises" con ese tabaco recio que parece que expenden allí.
Un saludo
Pgmacias
Geniales son sus articulos, tanto el de José tomás que acabo de leer, como el de los días pasados en Calasparra...
En cuanto a lo del estanco, dentro de poco habrá más desvanecimientos en los toreros que cornadas. Más stress que emoción, más prozac que bisturí...
los toreros saben cuidarse el cuerpo, y saben que torear de verdad un Adolfo Martín puede ser perjudicial para su salud.
un saludo.
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