14 de diciembre de 2007

HISTORIA DEL OJO


"Frente a esos entremeses obscenos que Sir Edmond se ingeniaba en procurarnos, Simona prefería las corridas de toros. Tres momentos le cautivaban en las corridas: primero, cuando el animal sale del toril como bólido, semejante a una enorme rata; segundo, cuando sus cuernos se hunden hasta el cráneo en el lomo de una yegua; tercero, cuando la absurda yegua desventrada galopa a través del ruedo coceando a contratiempo, para desparramar entre las patas un paquete de entrañas de inmundos colores pálidos blanco, rosa y gris nacarado. Muy especialmente se conmovía cuando la vejiga reventada soltaba de golpe, sobre la arena, un charco de orina de yegua.

Durante toda la corrida permanecía angustiada, y su terror revelaba en el fondo un irrefrenable deseo de ver al torero proyectado en el aire por una de las monstruosas cornadas que el toro lanza a toda carrera, ciegamente, al vacío de la capa de color. Hay que decir, además, que sin detenerse, incansable, el toro pasa una y otra vez a través de la capa a un palmo de la línea erecta del cuerpo, provocando la sensación de lanzamiento total y repetido, característica del coito. La extrema proximidad de la muerte se siente del mismo modo en ambos casos. Esos pases prodigiosos son raros y desencadenan un verdadero delirio en los ruedos; es bien sabido que en esos patéticos momentos de la corrida, las mujeres se masturban con el simple frotamiento de los muslos.

Hablando de corridas, Sir Edmond le contó un día a Simona que hasta hacía muy poco era costumbre de los españoles viriles —por lo general toreros aficionados si se presentaba la ocasión— pedirle al conserje de la plaza los testículos asados del primer toro. Se los hacían llevar a su asiento, en la primera fila, y los comían mientras contemplaban morir a los siguientes toros. Simona se interesó enormemente en el relato y, como al domingo siguiente íbamos a asistir a la primera gran corrida de la temporada, pidió a Sir Edmond los testículos del primer toro, exigiéndole que estuvieran crudos.

—Pero, veamos, objetó Sir Edmond, ¿para qué los quiere crudos? ¿Se los va a comer así?

—Los quiero tener delante de mí en un plato, contestó con determinación Simona.


X-EL OJO DE GRANERO

El 7 de mayo de 1922, toreaban en la plaza de Madrid, La Rosa, Lalanda y Granero; en España, los dos últimos eran considerados como los mejores matadores, y Granero como superior a Lalanda. Acababa de cumplir veinte años y era ya muy popular: bello, grande y de una simpleza todavía infantil. Simona se había interesado vivamente por él, y excepcionalmente manifestó un verdadero placer cuando Sir Edmond anunció que el célebre matador había aceptado cenar con nosotros después de la corrida.

Granero se diferenciaba de los otros matadores en que no tenía aspecto de carnicero, sino de príncipe encantador, muy viril y de perfecta esbeltez. En este sentido, el traje del torero destaca la línea recta, erguida y tiesa como un chorro cada vez que el toro arremete junto al cuerpo y porque, además, modela exactamente el culo. El trozo de género encendido, la espada centelleante, el toro que agoniza, cuyo pelaje humea a causa del sudor y de la sangre, producen la metamorfosis al liberar el aspecto más fascinante del juego. Hay que añadir el tórrido cielo, particular de España, que no es en absoluto coloreado y duro como se imagina: apenas perfectamente solar, con una luminosidad brillante, blanda, caliente y turbia, a veces irreal, a fuerza de sugerir la libertad de los sentidos debido a la intensidad de la luz aunada al calor. Esa irrealidad extrema del brillo solar se liga indisolutamente a lo ocurrido el siete de mayo. Los únicos objetos que he conservado en mi vida son un abanico de papel redondo, medio amarillo y medio azul, que Simona llevaba ese día, y un pequeño folleto ilustrado que relata los acontecimientos con algunas fotografías. En un embarque que hice años después, la pequeña valija que contenía esos recuerdos cayó al mar, de donde la sacó un árabe con una pértiga, por lo que están en mal estado, pero los necesito para poder vincular a un lugar geográfico, a una fecha precisa, aquello que en mi imaginación es sólo una simple alucinación causada por la delicuescencia solar.

El primer toro, cuyos testículos crudos esperaba Simona, era una especie de monstruo negro cuya salida del toril fue tan fulminante que a pesar de los esfuerzos y de los gritos destripó tres caballos antes de que nadie pudiese poner orden en la lidia. Una de las veces, caballo y caballero fueron levantados al aire y cayeron detrás de los cuernos con estrépito. Cuando Granero se acercó al toro, empezó el combate con brío, entre un delirio de aclamaciones. El joven envolvía a la bestia furiosa con su capa; cada vez que el toro se lanzaba contra su cuerpo, se elevaba en una especie de espiral para evitar de cerca un horrible choque. Por fin, mató al monstruo solar con limpieza: la bestia enceguecida por el rojo género, con la espada hundida profundamente en el cuerpo ya ensangrentado; una ovación delirante se produjo cuando el toro, con torpeza de borracho, se arrodilló, cayendo con las patas al aire al tiempo que expiraba.

Simona, que había estado sentada junto a Sir Edmond y yo, contempló la matanza con una exaltación por lo menos igual a la mía y no quiso volverse a sentar cuando terminó la delirante ovación. Me tomó de la mano sin decir palabra y me llevó a un patio exterior, al ruedo que apestaba a orines de caballo y de hombre, debido al terrible calor. Tomé a Simona por el culo, ella agarrando mi verga erecta debajo del pantalón. Entramos a los cagaderos hediondos, donde moscas sórdidas revoloteaban en torno a un rayo de sol; allí, de pie, desnudando el culo de la joven, metí primero mis dedos y luego el miembro viril en su carne babosa y color de sangre; entré en esa caverna sanguinolenta mientras le manoseaba el culo, penetrándoselo con mi huesoso dedo medio. La furia de nuestras bocas se unió en una tempestad de saliva.

El orgasmo del toro no es superior al que, quebrándonos los riñones, nos desgarró: mi grueso miembro no retrocedió ni un palmo fuera de esa vulva, llena hasta el fondo, saturada de semen.

La fuerza de los latidos del corazón no se calmó en nuestros pechos, deseosos de desnudarnos y tocarnos con las manos mojadas y enfebrecidas; Simona, con el culo tan ávido como antes y yo, con la verga obstinadamente erecta, regresamos juntos a la primera fila. Cuando llegamos a nuestro lugar, cerca de Sir Edmond, a pleno sol y en el sitio de mi amiga, encontramos un plato blanco con los testículos pelados; aquellas glándulas de grosor y forma de un huevo y de blancura nacarada, sonrosada apenas, eran idénticos al globo ocular: acababan de quitárselos al primer toro, de pelaje negro y en cuyo cuerpo Granero había hundido la espada.

—Son los testículos crudos, comentó Sir Edmond con ligero acento inglés.

Simona se había arrodillado frente al plato y lo miraba con interés pero con una turbación sin precedentes. Parecía saber lo que quería pero no cómo hacerlo y eso la exasperaba; tomé el plato para que se sentase, pero ella me lo quitó bruscamente diciendo ‘no’ con un tono categórico para volverlo a colocar en la grada.

Sir Edmond y yo empezamos a preocuparnos porque llamábamos la atención de nuestros vecinos, justo en el momento en que la corrida languidecía. Le pregunté al oído lo que le pasaba.

—¡Idiota!, me respondió, ¿no te das cuenta que quiero sentarme en el plato y que todos me miran?

—Pero es imposible, le repliqué ¡Siéntate!

Retiré el plato y la obligué a sentarse al tiempo que la miraba para que comprendiese que yo recordaba el plato de leche y que su deseo renovado me turbaba. A partir de ese momento no pudimos estarnos quietos y nuestro malestar llegó a tal punto que contagiamos a Sir Edmond. La corrida se ponía aburrida; toros flojos eran lidiados por matadores que no sabían su oficio y, sobre todo, Simona había pedido asientos de sol: estábamos envueltos en una neblina de luz y de calor pegajoso que nos resecaba la garganta y nos oprimía.

Simona no podía alzarse el vestido y sentar su trasero desnudo en el plato de los testículos crudos. Debía limitarse a conservar el plato sobre las rodillas. Le dije que quería hacerle el amor antes que regresase Granero, hasta el cuarto toro, pero se negó y permaneció vivamente interesada: los destripamientos de los caballos, seguidos como ella decía de ‘pérdida y estrépito’, es decir, de una catarata de tripas, la embriagaban.

Los rayos del sol nos sumían poco a poco en una irrealidad acorde con nuestra desazón, es decir, a nuestro impotente deseo de estallar y desnudarnos. Gesticulábamos por el sol, la sed y la exasperación de los sentidos, incapaces de tranquilizarnos. Habíamos alcanzado los tres esa delicuescencia morosa en la que ya no existe ninguna concordancia entre las diversas contracciones del cuerpo.

Ni la aparición de Granero logró sacarnos de este marasmo embrutecedor. El toro era desconfiado y parecía poco valiente: la corrida continuaba sin ningún interés.

Lo que sucedió después se produjo sin transición y casi sin hilazón aparente, no porque las cosas no estuviesen ligadas sino porque mi atención ausente permaneció totalmente disociada. En pocos momentos vi primero a Simona mordiendo, para mi espanto, uno de los testículos crudos, luego, a Granero avanzar hasta el toro con un paño escarlata, y, más o menos al mismo tiempo, a Simona, acalorada con un impudor sofocante, descubrir sus largos muslos blancos hasta su vulva húmeda en la que hizo entrar, lenta y seguramente el otro globo pálido; a Granero, derribado, acosado contra la barrera, en la que los cuernos lo tocaron tres veces a voleo: una cornada atravesó el ojo derecho y toda la cabeza. El grito de terror inmenso coincidió con el orgasmo breve de Simona que, levantándose del asiento fue lanzada contra la baldosa, boca arriba, sangrando por la nariz y bajo un sol que la enceguecía. Varios hombres se precipitaron para transportar el cadáver de Granero, cuyo ojo derecho colgaba fuera de su órbita".

(Historia del ojo. Georges Bataille, 1928. Ilustraciones de Hans Bellmer. La segunda la realizó en 1944 para una edición del libro).

8 comentarios:

el papa negro dijo...

Lo siento, me interesa poco esta literatura.Me parece puro bullshit.
(Eso si, puesta de moda por los telquelianos con esa capacidad tan francesa de cobrar la mierda... sobre todo si hay quien la paga.)

Anónimo dijo...

Lo cual no evita que el primer dibujo, tan académico, sea de un erotismo brutal,

La condesa de Estraza

el papa negro dijo...

Completamente de acuerdo Condesa.
En ese dibujo está todo. Sobran las palabras.

Anónimo dijo...

Con los "tel quel" no he tenido nada que ver, sí con Sade, Lautreamont, Joyce, Bataille, Artaud, Celine... Y algo se quedó (bastante en lo visual), pero nada de lo filosófico (Derrida, Foucault, Henry-Levy sólo de oidas...).
En cuanto a la novela, para sus años todavía mantiene imagenes verdaderamente acertadas e impactantes... y seguro que a Bataille le encantaría que le comparasen con "mierda de toro"...

Me alegra que les llegue el primer dibujo, no me negaran el encanto del segundo...

Sol y Moscas

(También me gustan algunos de los apuntes que hace sobre la lidia. Bataille vivió en España y era asiduo a la plaza de toros, creo que se nota)

Sur dijo...

Con permiso.......Señor Sol y Moscas;
Me atrevo a negar el encanto del segundo dibujo.

Si el primero me resulta brutamente erótico....el segundo me parece un tanto " soez".

Comparto su gusto, con respecto a algunos de los apuntes que hace (Bataille) sobre la lidia.

Saludos Helados desde el sur del sur......

el papa negro dijo...

Nada de escándalo. Estos tipos que pasaron tan drasticamente de la sacristia al burdel con sublimacion psicoanalitica me aburren mortalmente.
Pascal o Felipe Trigo... sin mas historias. Uno está muy maleado para andar dandole vueltas a "las redondeces" y sus misterios mas o menos ocultos y trascendentes.

Anónimo dijo...

Exacto, nada de escandalos Señora del Sur, haga caso a su Santidad.
En lo que respecta a las redondeces, mi interés será debido a un trauma infantil causado por el visionado del "Perro andaluz"...

Un saludo...

Sol y Moscas

el papa negro dijo...

Ahí coincidimos: Esa espeluznante escena ha poblado mis pesadillas.