"Los italianos inventaron la ópera, una cosa que, bien mirada, es tan rara que no se sabe a quién se le pudo ocurrir. Pero según la teoría de un amigo melómano, es de cajón. La ópera es Italia en estado puro: historias rocambolescas e inverosímiles, con tragedias exageradas, representadas por gente disfrazada que habla cantando. Todo ello en un teatro lleno de pasadizos, diseñado para que el público pueda exhibirse y examinarse. Dicho así parece imposible que pueda resultar, pues todo es mentira y artificio, pero por una intuición genial lo cierto es que el conjunto funciona, se transporta con ligereza y logra una armonía sublime. Y genera fanatismo, peregrinaciones a la casa de Puccini en Torre del Lago, al pueblo de Verdi, al Pesaro de Rossini. En la ópera en Italia chocan dos cosas. Una, que es muy popular, se ven muchos jóvenes en el público. El ferretero canturrea un aria mientras busca el clavo justo. Otra es la gran afluencia de alemanes, todo un turismo cultural. Bajan hacia la luz mediterránea arrastrados por su corazón romántico.
Mi amigo señala el abismo de carácter entre italianos y españoles comparando la ópera con los toros, donde todo es gravedad y tragedia real. Instinto y razón pelean a cuerpo y sólo sale vivo uno, entre los extremos del sol y la sombra, en un círculo cerrado sin escapatoria. En fin, algo de una seriedad innecesaria."
Íñigo Dominguez.
(Aunque ese "innecesario" final me sobra, esto no impide apercibir lo acertado de la observación "italiana". De acuerdo con
Mairena-Machado, los toros son algo muy serio...)
"Vosotros sabéis -sigue hablando Mairena a sus alumnos- mi poca afición a las corridas de toros. Yo os confieso que nunca me han divertido. En realidad, no pueden divertirme, y yo sospecho que no divierten a nadie, porque constituyen un espectáculo demasiado serio para la diversión. No son juego, un simulacro, más o menos alegre, más o menos estúpido, que responda a una actividad de lujo, como los juegos de los niños o los deportes de los adultos; tampoco un ejercicio utilitario, como el de abatir reses mayores en el matadero; menos un arte, puesto que nada hay en ellos de ficticio o de imaginado. Son esencialmente un sacrificio. Con el toro no se juega, puesto que se le mata, sin utilidad aparente, como si dijéramos de un modo religioso, en holocausto a un dios desconocido. Por esto las corridas de toros, que, a mi juicio, no divierten a nadie, interesan y apasionan a muchos. La afición taurina es, en el fondo, pasión taurina; mejor diré fervor taurino, porque la pasión propiamente dicha es la del toro (...) Nosotros nos preguntamos, porque somos filósofos, hombres de reflexión que buscan razones en los hechos, ¿qué son las corridas de toros? ¿Qué es esa afición taurina, esa afición al espectáculo sangriento de un hombre sacrificando un toro, con riesgo de su propia vida? Y un matador -señores, la palabra es grave-, que no es un matarife -esto menos que nada-, ni un verdugo, ni un simulador de ejercicios cruentos, ¿qué es un matador, un espada, tan hazañoso como fugitivo, un agil y esforzado sacrificador de reses bravas, mejor diré de reses enfierecidas para el acto de su sacrificio? Si no es un loco -todo antes que un loco nos parece este hombre docto y sesudo que no logra la maestría de su oficio antes de las primeras canas-, ¿será, acaso, un sacerdote? No parece que pueda ser otra cosa. ¿Y al culto de qué dioses se consagra? He aquí el estilo de nuestras preguntas en nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior."