Estaba sentado escuchando la tierra y observando a las abejas hacer miel en la calavera de un león cuando note que se me estaban durmiendo las penas. Me puse de pie y otee el horizonte. Detrás de las montañas de ripios de todo tipo que forman el vertedero se asomaba la ciudad. Más basura con sus marrones costra y sus grises grises. Respirando bajo sus humos como una pustula encima de la tierra. Me puse en camino, debía cruzarla aunque en verdad mis pasos no tuvieran fijado un recorrido después. En lo que me pareció poco tiempo ya me estaba adentrando en sus márgenes con sus marginales personas, animales y casas. El sol estaba poniendose en todo lo alto y brillaba sin nubes aunque soplaba viento frío cuando pasé por el centro. Delante del edificio del Banco de España, con su monumentalidad expresada en columnas, y rodeado por la sede de la caja local, construida con piedra local, y por otro banco de la zona con unas oficinas más modernas pero menos llamativas, en un pequeña plaza con unos pequeños jardines y una fuente en el medio, se situaba la carpa del Partido Popular. Pequeña, blanca, barata, ladrando esloganes desde su oscuro interior hacia esas construcciones que en comparación suya resaltaban por su potencia arquitectónica, no pudo dejar de parecerme la caseta del perro que vigila la finca de su amo. En otra placita, donde está situado el teatro local, uno se encuentra con la tienda barata de los socialistas. No me vino ningun conexión ante esta visión. Nada. Socialistas, cultura... Nada...
En esta nada abandoné la ciudad. No paraba de caminar. Quería salir de allí, salir de las carreteras, salir de los paisajes; entrar en el campo. Anduve lo que siguió del día y gran parte de la noche. Ya entre matas, jaras, retamas. A ciegas y compulsivamente. Una melodía salía de mis adentros y me empujaba entre batacazos, tropezones y arañazos más allá. Hasta una planicie. Allí, agotado, cuando todo parecia llano y negro, infinito, me arrodillé y me dejé vencer por el sueño.
Cuando abrí los ojos la tierra vomitaba fuego. Me encontré en posición fetal, abrazado a las rodillas. Por algunos agujeros en frente mio se alzaban lenguas abrasadoras. Geiseres enanos de llamas que subía y bajaban como si estallaran pompas debajo del campo. Estaban cerca y yo las veia desde el suelo, parecían enormes, expandiendose a su alrededor nubes negras bíblicas y polvo ceniciento que se venía a posar en mi piel, mi pelo, mis ojos, mi nariz, ¿mi alma?.
El infierno en la tierra.
De repente vi hombres entre todo aquello, aunque no lo parecían. Vestían trajes plateados de plástico. Un plata sucio, como mezclado con hormigón. Se movían lentamente. Colocaban unas tuberías negras y amarillo fosforíto en determinados agujeros que iban cavando. Levantaban el dedo haciendo "ok" a algo lejano que ellos con sus gafas, pero yo no, conseguían ver. Entonces, como aspersores de fuego, regaban muerte. Nada a mi alrededor parecía humano. Más tarde me dijeron que era para eliminar la plaga de topillos. ¿Hay algo más humano que eso? Salí corriendo, escapando, de la humanidad...
Había saltado una valla y me había adentrado en una finca, era dehesa y los tonos verdes se presentaban. Todo lo veía plano todavía. Como si mis ojos fueran televisores. Debajo de una encina arriba de una colina me paré a comer algo. De un bolsillo de la desgastada americana saqué una bola de papel de periódico. En su interior un currusco de pan de pueblo y jamón Joselito que cumplieron su función, provocandome una placentera siesta a la sombra con el canto de los pajarillos... Puede sonar bucólico hasta el vómito, pero así fue.
Frotandolos para quitarme las legañas caí en la cuenta de que seguía siendo todo bidimensional, simulacro y apariencia para mis ojos. La sed, sin embargo, se volvía más realidad cada segundo que pasaba, lo que hizo que decidiera ponerme a buscar agua inmediatamente.
El paisaje se había vuelto torvo tras saltar un muro de ladrillos naranjas, iguales y aburridos. Los colores eran pardos, era una dehesa diferente, nueva para mí. Muchos cuervos se posaban en ramas desnudas de vida y sacaban los ojos a galgos colgados. La hierba tenía base negra y punta rojiza, y en bastantes partes desaparecía para dar paso a secarrales amarillentos y charcas pestilentes donde flotaban tencas muertas e infladas como vejigas. Soplaba el viento molestamente haciendo que me tapara los oidos. Era un lloro histérico. En su melodía diabólica se escondía un mugído primitivo y un chirrido mecánico. No se como pude pero fui directo a él buscandolo. Tras una cuesta arriba, doblando un recodo, se escondía uno de los primeros horrores que vine a contemplar en aquel averno. Unos cuantos gañanes le andaban realizando el afeitado a un pobre toro. Sus caras eran caricaturescas y malignas, rasgos grotescos y fealdad interior exteriorizada plenamente. La cabeza del toro asomaba mocho, de su boca caía una baba espesa y blanca, ojos vacios de entendimiento rodeados de moscas. Uno de los torturadores, con una radial, había limado completamente el cuerno y seguía con la carne. Gotas de sangre saltaban espantando moscas entre risas tan humanas que me provocarón el vomito por cercanía. A veces sentirse uno con todos, sentir ese vínculo tan próximo, puede ser nauseabundo. Otro, que estaba sentado ante una hoguera dandome la espalda, se puso en pie sujetando una cacerola bastante grande con un liquído espeso y blanquecino que hervía en su interior. Silicona. Cuando se situó junto al toro, empezó a verterlo en las heridas, el toro berreaba sin decir nada y los pequeños ojos del bestía eran terrorificos porque mostraban la indiferencia del oficinista que hace su trabajo, o incluso peor, hasta la auto satisfacción de la tarea bien hecha. Apreté los puños y di media vuelta.
Alejandome sólo hacía que cruzarme horrores, como unas enormes hogueras de cuernos situadas en el centro de un valle a ambos lados de un camino que lo cruzaba de norte a sur. El olor era indescriptible y tuve que taparme la cara con la americana rodeando mi cabeza. ¿Era el humo o mis ojos ya no podían parar de llorar? Más adelante, cinco minutos después andando a tientas, tropecé con un aborto de una vaca, la cría estaba envuelta por la placenta que se mantenía a una temperatura tibia. Al levantar el rostro, justo otra vaca estaba pariendo, rompió aguas derramando un liquido asqueroso y el cadaver neo nato se desparramó por los suelos. Era un cadaver mínimo. Pero, ¿era todavía cadaver? dentro de la placenta algo se movía. Era más pegajosa de lo normal, la corté con la navaja. En su interior había gatos, me miraban y decían "miau, miau"... ¿Pero que es esta locura? ¿Vacas pariendo gatitos?
Unos focos me iluminaron, eran los de un primer jeep seguido de otros tres, venían a bastante velocidad, derrapando por el barro. Aparcaron a escasos metros mios y de los fetos. Se bajarón señoritos engominados entre carcajadas como si yo fuera invisible para ellos. Con sus botellas y sus cigarros, sus colonias y sus ropas. Al fondo, debajo de unos árboles, había unas mesas rodeadas de sirvientes. Sentados a la mesa eran todavía más despreciables. Los camareros cogieron un feto y lo pusieron encima de una bandeja. Los señoritos se abalanzaron para devorarlo crudo. Fue tanta la repulsión que me provocarón con sus sonrisas ensangrentadas, su gula, su avaricia, sus comentarios estupidos, que mis pies empezaron a retroceder, y a retroceder, y a retroceder... Entonces me di con la piedra...
Había caido de espaldas clavandome un pequeño montón de piedras en las costillas. Resoplé quedandome tendido un rato. Le di una patada desde el suelo a la causante de mi derribo y me reincorporé. Vi que ella podía ser el comienzo de una construcción que brotaba de la tierra casi natural, aunque sinceramente no creo que pudiera tener un lugar de origen o un lugar de fin. Las piedras iban apilandose más y más, desde la gravilla por el suelo hasta un muro bien formado de más de un metro de altura. Mis pies decidieron seguir el muro como si fuera un camino, andando por encima, tan larga era su extensión que se perdía a lo lejos sobre lomas, para desaparecer hasta la arena en un brazo o erguirse hasta ser más alto que yo en otro opuesto. Iba como jugando de niño, ya no podía pisar el suelo, sólo piedras, por lo que mi camino era guiado por donde estos muros fueran más fuertes y consistentes.
Llevaba horas brincando por esos muros que se alejaban leguas incontables, ascendiendo, bajando, rodeando, bifurcándose, quebrándose, con la lenta paciencia, pero también la siempre renovada incertidumbre de una serranía cuando sentí que esa construcción había logrado entenderse por la naturaleza, entregandose a ella... Y fue mi alegría tal de encontrar esto que empecé a correr otra vez.
Agotado, con la boca sabiendome a hierro, llegué aun cercado donde estaba un toro. Este destacaba solo e imponente en el medio. Sus cuernos eran guadañas y su andar era majestuoso entre los muros. Me senté a observarlo en su plenitud. Mis ojos se abrían y abrían para no perder detalle. Fascinado. Mis manos, emocionadas, apretaban las piedras que formaban el muro que protegía al animal. Los muros de piedra en seco como en el que estaba sentado son resultado de una técnica de construcción tradicional que utiliza únicamente piedras sin ningún tipo de mortero o de aglutinante para su fijado. Es cierto que a veces utiliza tierra o pequeñas piedras para nivelar las grandes piedras pero siempre como pequeñas calas. Las piedras así ensambladas se sostienen por su propio peso. Tampoco vale la utilización de troncos, cañas u otros vegetales para sujetar las piedras. En resumen, es una técnica que aprovecha las piedras existentes en el lugar, a veces con su misma forma, a veces desbastándolas, e incluso a veces tallándolas ligeramente, para construir paisajes, para habilitar edificios, para humanizar territorios. En consecuencia, esos mismos territorios “salvajes”, empleando cosas “naturales”, se convierten en “construidos”, en “humanizados”, gracias al esfuerzo de muchas personas, a lo largo de siglos...
"Este muro es como la afición, la afición es como este muro, somos piedras..." Era la letanía que escapaba de mis labios. Me sentía parte de ese conjunto de piedras sin aglutinar, sin cohexionar, unas más grandes y otras más pequeñas, que se sostienen por su propio peso, sin apoyos de nadie ajeno, sin alivios, humanizando lo salvaje con naturaleza a través de siglos, protegiendo a ese toro como un regalo... Aguantando embites de una modernidad de ladrillo fabricado en serie, todos iguales, del mismo color, tamaño y numero de agujeros, más feos y ahogados por el cemento cohexionador...
El toro se acercó, sentí su respiración, no me moví, mi vista se aclaró y volvieron las tres dimensiones. Era el momento de volver a casa. Me puse en pie y me despedí desde el muro. Al darme la vuelta y empezar a caminar sobre las piedras volvió la letanía...
"Este muro es como la afición, la afición es como este muro, somos piedras..."