En Nepal, el convulsionado reino enclavado entre China y la India, dos niñas vírgenes son diosas vivientes, seguidas y adoradas por millones de fieles. Una tiene su templo en Katmandú y la otra en Patán. Como armonía entre dos culturas milenarias, la tradición asegura que una diosa hindú se encarna en una niña de origen budista. Las eligen a los dos años, pero esa potestad sólo permanece hasta que una herida o la llegada de la pubertad provoquen una pérdida de sangre, por mínima que sea.
En los viejos tiempos Taleju, una diosa hindú acostumbraba ir de visita a lo del rey Trilokya. Como se consideraba a sí misma una deidad discreta, elegía hacerlo durante la noche y al amparo que le daba la intimidad de la alcoba real. Sin embargo, cuando quedaban a solas, la relación se limitaba a los placeres de la conversación y al juego de dados. Eso era todo. Aunque Taleju, diosa al fin, eligiera para esos momentos presentarse bajo la forma de una mujer de singular belleza. Una noche el rey sintió que ya había tenido suficiente de juegos de azar e intentó poseerla. Error. Semejante falta de tacto le resultó a Taleju insoportable. Sintiéndose incomprendida, huyó. Una vez a salvo, la diosa pudo reflexionar y se dio cuenta de que estaba muy ofendida pero, así y todo, quería seguir hablando. A la noche siguiente se presentó en los sueños del monarca para avisarle que regresaría pronto, pero que lo haría en el cuerpo de una niña virgen, budista de religión y de casta baja. Tres obstáculos insalvables para su majestad. Taleju había encontrado una forma de ser escuchada y, de paso, con divina ironía, mantener al soberano a distancia.
Según la tradición, Taleju permanecerá en el cuerpo de la niña hasta que una lastimadura, la caída de un diente o la llegada de la pubertad provoque, por mínima que sea, alguna pérdida de sangre. Ese será el momento en el que la abandonará. Si sangra se vuelve impura y es tiempo de ir en busca de otra pequeña.
De todas las niñas que se presentan entre los dos y tres años se selecciona a las que cumplen con las “treinta y dos características físicas”. Algunas de éstas son ojos negros, tez clara, piel aterciopelada, poros pequeños, pies proporcionados y, en especial, ausencia de cicatrices o de evidencia alguna de haber sangrado. Luego de una primera evaluación, las que son aprobadas por los sacerdotes enfrentan la prueba de la bravura (y aquí queríamos llegar).
Ciento ocho búfalos son degollados. Las cabezas desparramadas en una sala oscura con velas entre los cuernos esperan la llegada de las postulantes. Las candidatas deben mantener la calma durante toda una noche. Eso demuestra que están respaldadas por una fuerza superior. Es evidente que para ser una diosa, primero hay que habérselas visto con el horror.
De la India de MoNsterín hasta la Plaza de Ronda no hay tanta distancia. Hombres y sangre... calma y fuerza... el horror, el horror... la bravura... los últimos dioses: niños, hombres, mujeres valientes... aquí y en Nepal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario